De los filósofos que invadieron mi estantería el último año de instituto, al que recuerdo con más claridad es a Nietzsche. Por su aura de maldito, supongo. La fascinación hacia quienes han tenido una vida desgraciada es uno de mis peores defectos. Lo digo con sinceridad: idealizar a personajes con una historia convulsa conduce a irritantes ejercicios de pedantería, con tal de poner de relieve el inmenso talento que la mayoría no supo o no sabe apreciar. Pese a detestar mi condición de mitómano de causas perdidas, no puedo dejar de admirar a quien admiro.
Nietzsche, decía, y mi admiración por él. A su malditismo tengo que sumarle como la teoría descabellada del eterno retorno. Él lo narra como fruto de una revelación. Los cínicos ya la habían enunciado siglos antes. Sea como fuere, desde el punto de vista literario es irresistible. El eterno retorno es la creencia de que estamos aquí, bajo este cielo y siguiendo los mismos senderos de manera perpetua, durante una eterna repetición del mundo. La creación y extinción del planeta se reproduce como una función teatral: una y otra vez los mismos actores interpretando el mismo guion, sin lugar a la improvisación más leve. Así, estaremos en cartel durante toda la eternidad. Nuestros pasos, según esto, no son nuevos, tampoco nuestras decisiones. Al caminar, simplemente perseguimos una estela invisible donde están imprimidas huellas pasadas y futuras. Es una incesante vuelta a las mismas calles para cruzamos con las mismas caras. Perseguirnos es nuestro destino.