Aquella explosión blaugrana

Recuerdo bien aquella jornada. Fue un día particularmente caluroso de principios de otoño. En la tele solo se hablaba de elecciones y de la crisis: el paro era el pan de cada día y eso que llamaban los mercados solo frenaba su caída al abismo durante los balsámicos fines de semana. En la ciudad, la gente aprovechaba el veranillo de San Martín para acercarse a la playa, disfrutar del sol y de la brisa del Mediterráneo; pequeños placeres sin IVA que suponían un paréntesis en la amarga rutina de lunes al sol y martes en el sofá en la que se hallaba gran parte de la población.

A eso de las seis de esa tarde del domingo se produjo un hecho que quizás solo los aficionados y algunos memoriosos cronistas deportivos recuerden: el Levante UD alcanzó el liderato de la primera división. El equipo más pobre del campeonato, lastrado por un pasado de penurias económicas y con leyenda de club desgraciado, ganaba al Betis de Sevilla y, en la jornada siete, se ponía al frente de la competición. Juanlu, un kamikaze bajito y zurdo, marcaría en el minuto treinta y dos de encuentro el gol con el que alcanzaría el primer puesto un conjunto que seis semanas antes miraba al cielo, pidiendo un poquito de ayuda divina para obrar de nuevo el milagro de permanecer en primera.

Y sin embargo, hasta la fecha, ni el Barcelona ni el Real Madrid habían podido superarles en la calsificación. Precisamente al equipo de la capital le habían parado los pies hacía apenas dos semanas y ahora culminaban en Sevilla la apoteosis de ser campeones de las primeras siete jornadas, al menos hasta que el Barcelona disputase su partido dos horas después.

Para la historia general del fútbol el hecho tiene poca o nula importancia. O no, y ahora intentaré explicar por qué. El tiempo atropelló aquel momento, como ha atropellado todos los momentos que le siguen hasta ahora. Rescatarlo del olvido solo tiene sentido para quienes, durante aquellos minutos, se sintieron en la gloria. En el fútbol, como en todos los demás ámbitos de la vida, la implacable lógica económica es la que marca el devenir de las cosas. Todo se reduce a tanto tienes tanto vales, tanto tienes tantos trofeos acumulas en tus vitrinas, en el caso que nos ocupa. Lo que sucede en el rectángulo de juego es pura ficción, un espectáculo sin interés si atendemos a la estadística: los clubes más ricos ganarán casi siempre; los más pobres posiblemente no lleguen a ganar un título en su historia. La pasión que desata este deporte solo la explica su gran habilidad para ocultar, cuando suena el pitido inicial, que las cartas están marcadas, que hay diferencias insalvables, que el pez grande acabará por comerse al chico.

Sin embargo, la historia está salpicada de momentos en los que la estadística se relaja y el motor que mueve el mundo sufre una avería repentina, la cual poderosos mecánicos se apresurarán a reparar. En ese lapso de tiempo el pez chico le pega un bocado al grande, un caos extraordinario se impone al orden real de las cosas y de repente todo es posible. Los sueños se mezclan con el pavimento, la fantasía sustituye cualquier pensamiento racional, la imaginación es la primera ley en la mente de los hombres. La duración de este momento anárquíco es variable, pero ha de saber el lector que al final siempre acabará engullido por la voraz dinámica económica.

Y aún así son esos momentos, por fugaces que sean, los que justifican toda una vida. Aquel domingo de octubre se produjo una de esas magníficas explosiones de imaginación colectiva: la del pequeño Levante campeón.

5 pensamientos en “Aquella explosión blaugrana

  1. El Levante, todo un ejemplo a seguir para los clubes humildes. Muchas entidades deberían fijarse en el club de Orriols como filosofía institucional y deportiva. Seguid así y hacernos un hueco en Primera que algún año, vete a saber cual, nos pasamos por ahí.

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