Donde habita el olvido

Y la vida siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido. Joaquín Sabina

El olvido en fútbol es un tema recurrente. Tanto como en el amor. Es un poco pretencioso comparar dos fenómenos tan diferentes, y más si avanzamos que no vamos a hablar de Romeos ni Julietas, sino de Luises García y Rafas Benítez. Las pasiones que éstos despiertan, de todas formas, son capaces de mover al mundo, o a una ciudad si queréis.

Rafa Benítez llegó al Valencia en 2001. Sucedió en el banquillo a Héctor Cúper, dos veces finalista de la Champions League. El argentino, por su parte, llenó el vacío que había dejado dos años antes Claudio Ranieri, el hombre que hizo al Valencia campeón de Copa y lo clasificó para la Champions. Benítez llegaba con el sambenito de inexperto. Había entrenado a equipos como el Tenerife y el Valladolid, pero las críticas que desató antes de dirigir ni un sólo partido fueron tan feroces que el inicio de Liga fue un constante examen al equipo. Pasó el tiempo, y Benítez convirtió a ese Valencia en bicampeón de Liga y vencedor en la UEFA. El mejor Valencia de la historia, y el mejor equipo del mundo. De ahí a la categoría de mito sólo hubo un paso. Ese paso, sin embargo, no fue fácil de dar. La ruptura fue traumática cuando, en el verano de 2004, Benítez abandonó el Valencia rumbo a Liverpool. En la capital del Túria lo era todo, pero aún así, no se sentía correspondido, sobre todo por parte de la directiva.

Rafa. El recuerdo fue más que la pasión.

Llegaron entonces las vacas flacas, la etapa negra (negrísima) de Koeman, donde una Copa del Rey no escondió los coqueteos con el descenso a Segunda. Y entonces vino la mediocridad, la apatía, ese Valencia que vivimos hoy en día, en el que el tercer puesto es un triunfo y la parroquia no se atreve siquiera a soñar. El miedo a ser tachado de ingenuo es demasiado grande, y a Emery se le exige la perfección.

Hoy, pese a ser el primero de entre los mortales, el Valencia no despierta ilusión, esa ilusión tan necesaria que llena estadios. La gente no ama a su equipo, y es porque el olvido no ha hecho efecto y la sombra de Benítez es demasiado larga. En el fútbol, como en el amor, un clavo saca a otro clavo, y hasta que se enamore de nuevo, la grada de Mestalla seguirá suspirando por Benítez, olvidando lo peor de aquella relación en la que tan desdichada se sintió con el juego del equipo. No se entendía entonces que la excelencia en lo táctico convertía en banales las carencias en el terreno estético. Hoy no importa que aquel Valencia no tuviera un killer, hoy los héroes como Ayala, Pellegrino, Cañizares o Carboni son recordados como si entre aquella zaga se acumularan los “Balones de oro”. Alguno lo mereció, de nombre Roberto Fabián, pero ese es otro amor, y otra historia.

En el Levante ha ocurrido una cosa bien distinta. Luis García llegó al club en 2008. Madrileño de nacimiento y alicantino de adopción, venía de entrenar a equipos como el Altea, el Villajoyosa, el Elche o el Benidorm. El club granota estaba en un momento delicado, tanto deportivamente como a nivel institucional. En poco tiempo, y desde la nada, Manolo Salvador y el propio “Luisgar” montaron un equipo competitivo. Barato y competitivo, que es aún más importante. Consiguieron un ascenso contra todo pronóstico en 2010 y una permanencia en 2011 que hacían declarar a su presidente cosas como: “Este Levante es el mejor de la historia”.

No era mentira, pero se decía con un cierto escepticismo de cara al futuro, considerando casi que aquel Levante de Luis García era un equipo irrepetible e insuperable. Llegó el verano, las ofertas, y también las necesidades económicas, y Luis García se marchó al Getafe entre llantos en una memorable rueda de prensa. Él lo era todo para el Levante, el Levante lo era todo para él. Fue lo más parecido a un dios en el banquillo que ha habido en la ciudad de Valencia. Un tipo al que se le tenía fe ciega y al que nadie osó discutir en su puesto cuando con 15 puntos en 19 partidos los blaugrana se asomaban al abismo de cuerpo entero. Pero acabó, porque al fin y al cabo se trataba de un amor imposible por eso que llaman “las cosas de la vida”.

Luis García, ese amor imposible.

Siempre han dicho que después de una ruptura, una de las dos partes sufre más. Esa parte le tocó a la afición de Orriols. “Luisgar”, aunque con todo el dolor de su corazón, marchaba hacia un lugar más glamouroso. Era un triunfador, el hombre de moda. Entonces comenzó la presente temporada, con un tipo extraño de nombre inglés en el banquillo. JIM, le llamaban. Así, en mayúsculas, y no porque su nombre tuviera que pronunciarse bien alto. La explicación era mucho más terrenal: Juan Ignacio Martínez. Los cuchillos estaban afilados, como los de la era Benítez en el Valencia, y la parroquia levantinista no dejaba de pensar en Luis y en aquello de “nunca podré querer a otro como te quise a ti”. Nueve partidos después, cuajó el mejor Levante de la historia: líder de Primera, matagigantes, portada de todos los periódicos, ejemplo para todos los humildes del mundo… El orgullo granota ha crecido de forma exponencial en todos los rincones de la ciudad, y Luis García, hundido en las profundidades de la tabla con un Getafe que no levanta cabeza, ha pasado a ser otro Héctor Cúper. “Quién te va a querer como te quise yo”. Ni el Inter a Cúper, ni el Getafe a “Luisgar”.

Y al final, como siempre, un clavo saca a otro clavo.

‘Donde habita el olvido’, de La Fuga, versionando al gran Joaquín Sabina.

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